TEXTO Y FOTOGRAFÍAS JUAN DELGADO
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En el cementerio de Paraná existe un curioso panteón, único en el país. Es una obra de Santos Domínguez y Benguria por encargo de quien fuera un reconocido escribano. Masonería, historia, hechicería y sucesos paranormales se entremezclan con el arte funerario de vanguardia.
Existen nombres con tal potencial descriptivo que logran pintar con realismo y detalle a la cosa que nombran. Esto es especialmente cierto en aquellos epítetos que no surgen de arbitrariedades del lenguaje sino que son producto de eso que se conoce como el ingenio popular. Tal es el caso del panteón del escribano Ramón Isasi Torrilla en el cementerio de la Santísima Trinidad, al que la sociedad paranaense ha apodado «el hormiguero».
Quienes pasean por el Cementerio Municipal no pueden evitar detenerse a contemplarlo. La primera vez, causa una gran impresión, acaso intranquilidad. Su presencia irrumpe entre los mausoleos como una aparición de otro mundo: es una enorme construcción de bordes irregulares, como un peñasco de piedra negra. No tiene cruces ni ornamentos, solo algunos helechos resecos se aferran en los recovecos de la superficie escabrosa. Sin ventanas, una modesta puerta con candado sella el contacto con el exterior.
Algún buen samaritano ha acertado en imaginar que emplazamiento semejante requiere una explicación. Ha puesto entonces una placa en la fachada con la siguiente información:
∙ Es un encargo del escribano Ramón Isasi al arquitecto Santos Domínguez y Benguria.
∙ Se construyó entre 1910 y 1913.
∙ Está revestido con piedras calcáreas de las barrancas de Paraná.
. La obra imita la forma de las catacumbas en que fueron sepultados, en el ocaso del Imperio romano, los primeros cristianos.
El transeúnte queda insatisfecho, se niega a aceptar que el misterio se agote en diez líneas. Busca a quién pueda contarle esa historia, pero se encuentra solo en el silencio del camposanto. Entonces da media vuelta y se marcha, cabizbajo.
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La Paraná de 1910 tenía 39.111 habitantes. Por esos años se inauguraba la primera usina eléctrica, se instalaba la estatua de San Martín en la Plaza 1° de Mayo y era tema de discusión en la prensa el tipo de pavimentado que más convenía a la urbe floreciente. El primer cuerpo enterrado en la Santísima Trinidad llevaba 84 años allí y el camposanto ya tenía su diagramación actual.
En el libro Ciudad infinita, el arquitecto Carlos Menu-Marque y el periodista Jorge Riani distinguen tres etapas constructivas en la necrópolis. El «hormiguero» se ubica en la intermedia, signada por un modelo agroexportador vigoroso y su esplendor económico que se reflejaba en la arquitectura en general y en la arquitectura funeraria en particular.
Parte de la historia de esa época se encuentra en cajas plásticas que recubren las paredes del Archivo General de la Municipalidad. Javier Muchio es museólogo de la Dirección de Museos y Patrimonio Histórico y pasa sus tardes ojeando el material. Ahora tiene una de las cajas abiertas y de ella brotan papeles amarillentos que tapan por completo el antiguo escritorio. Son documentos escritos a mano con caligrafía impecable y planos de mausoleos en papel manteca.
— En esos años la compra de los lotes del cementerio era a perpetuidad. El valor del metro cuadrado rondaba los 15 pesos moneda nacional y se aplicaba un 5% de descuento por pago de contado — explica Muchio.
El panteón de Isasi está en la galería R.S.T. Ocupa veintiuna baldosas por veintiuna baldosas de 20 centímetros cada una. Es apenas más bajo que sus vecinos, los de las familias Comaleras y Parkinson, pero aun así se lleva las miradas. Una crónica de 1985 firmada por el arquitecto Marcelo Olmos y publicada en El Diario describe su tratamiento exterior como «de áspera soledad». Está revestido de piedra cal y su color original era gris. La coloración negruzca actual se debe a un hongo.
El interior tiene forma abovedada. Se usó un método similar al que se utiliza para hacer un horno de barro: sobre un eje vertical se enrolló una soga que sirvió de guía a la colocación de los ladrillos.
—Es una obra que se destaca por su concepción, proyección y técnica. Rompe totalmente con ese sector en el que predomina el eclecticismo con influencia del lenguaje italianizante y francés —opina Muchio.
Como un panteón representaba estatus, era común que se encargara su proyección a una figura de renombre. Isasi eligió nada menos que a Santos Domínguez, arquitecto histórico que modeló la identidad paranaense con obras como el palacio municipal o el puente blanco.
Probablemente la sindicación confesa de Santos Domínguez a la masonería haya influido en algunas interpretaciones de la obra. Menu-Marque siempre sostuvo que tanto el arquitecto como Isasi pertenecían a la logia San Juan de la Fe. «Eran masones contando que eran masones de la manera en la que se podía contar», comentó en un documental de ProyectarTV.
—El crecimiento de plantas casmofíticas sobre la roca simboliza una máxima de la masonería: el triunfo de la naturaleza sobre la muerte —explica Muchio.
En su libro El árbol de cemento, el arquitecto Daniel Schávelzon ofrece otra lectura. Sitúa al mausoleo en lo que denomina arquitectura de rocallas. Se trata de un tipo de construcción ornamental impulsado, en pleno auge económico, por la generación del 80 y desaparecido en el yrigoyenismo. Se trataba de crear un paisaje idílico y artificial: paseos, grutas y puentes que «fueron el placer y el lujo de una clase social en el poder que podía hacer y deshacer la ciudad o el territorio, y que se ocupó de lograr espacios para su placer y diversión».
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Del otro lado del teléfono responde Ramón Alberto Isasi. Es un profesor jubilado, vive en Concepción del Uruguay y confirma que es nieto de Ramón Isasi Torrilla.
—Sobre el panteón se ha dicho de todo: la prensa y hasta las páginas de Facebook comentan puros disparates. Pero hay que conocer para opinar.
—¿Y usted qué opina?
—A mí me parece original.
No hay duda. Pero la originalidad es un precio que la obra hubo de pagar caro.
—Fue muy denostado y criticado. En la prensa, pero también en el comentario de las familias que tenían sus construcciones en ese sector —dice Javier Muchio.
Existe una curiosa mención en el periódico La Acción del 1 de noviembre de 1913. Es una crónica que narra un recorrido por la necrópolis deteniéndose en las tumbas de vecinos reconocidos. Cerca del final, el cronista escribe: «Al retirarme, sin haber podido concluir la visita, me encontré, en la parte nueva del cementerio, con algo que me llamó sumamente la atención por lo raro: una cosa que quiere ser panteón, y donde no se ve arte, ni naturaleza, ni símbolos, ni leyendas, ni una letra, ni… sé qué pensar: sólo resulta un inmenso ‘tacurú’ ideado por ¿por quién? No lo averigüé; pero eso me dio pena y tristeza suma».
La palabra ‘tacurú’, de origen guaraní, es recogida en el diccionario de la Real Academia Española, que la define como un «Nido sólido y resistente en forma de montículo de hasta dos metros y medio de altura, que hacen las hormigas o las termitas de sus excrementos amasados con tierra y saliva».
Probablemente la misma opinión que aquel cronista, aunque matizada por el velo del cariño, haya sostenido el padre de Ramón, don José Tomás Isasi, rosista y católico. El libro Ciudad Infinita da cuenta de que la obra le desagradaba.
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Es domingo y la cita obligada es visitar a los seres queridos que ya no están. Las mujeres caminan delante, llevan flores compradas para la ocasión. Angelita y su hermana van detrás. Ven a su madre lavar la lápida y colocar las flores. La familia comparte un momento de silencio junto al nicho. Acabado el mimo al familiar fallecido, las mujeres comienzan a conversar en voz baja y encaran una lenta caminata hacia la entrada. Las niñas son embargadas por esa intriga que habita en los cementerios y que se presenta a los curiosos como una voz que llama. Llama desde los pasillos, desde los rincones y, a veces, desde el interior de los sepulcros.
Pronto se desvían, comienzan a correr y jugar en las callejuelas. Más temprano que tarde se hallan paradas frente al tenebroso panteón Isasi. Una de las hermanas se acerca, como hipnotizada, a espiar por la rendija. Retrocede de un salto. «Hay alguien adentro», dice. Angelita no lo cree, pero se acerca y comprueba lo que teme: algo le devuelve la mirada. Ambas huyen y encuentran a su madre en la salida. Aferradas a su pollera, emprenden el regreso a casa. Esa noche no podrán dormir.
Esta es una anécdota referida a Javier Muchio por Angelita, una vecina de muchos años del cementerio. Cuando es contada en las visitas, las personas mayores confirman los rumores sobre una presencia que habitaba dentro.
—En realidad era un material reflectante tras la puerta. Pero lo interesante de la historia es que habla de una mística que encierra ese mausoleo en particular y que seduce a la gente —opina Muchio.
Esta mística ha atraído también atenciones indeseables.
—Dos veces tuve que ir a limpiar, se llenaba de hechicerías: velas negras, velas rojas, sapos vivos con la boca cosida, ratas muertas con notas adentro, billetes y monedas; hasta dólares, y mensajes para hacerle el mal a la gente. Me ayudaron los empleados y sacamos una carretilla llena de porquerías —recuerda el nieto de Isasi.
Raúl camina en la ciudad de los muertos con la comodidad con que lo haría en su casa. Es empleado municipal y trabaja hace 20 años en el cementerio. Explica que no es raro que aparezcan restos de rituales.
—No es en todos los panteones, es en algunos. En ese que decís solemos encontrar bastante. Deslizan estampitas de San La Muerte por debajo de la puerta corrediza o si no prenden velas rojas y negras en la entrada. En aquel otro — dice y señala otro sepulcro en el mismo pasillo— vas a ver que pusieron una figura de San La Muerte aprovechando el vidrio roto. También usan mucho pochoclos o monedas, más lejos encontramos gallinas degolladas también.
Según Raúl, el procedimiento para limpiar ese tipo de objetos requiere de guantes. No es recomendable tocarlos directamente.
—Una vez pisé pochoclos que habían usado para eso. Al otro día amanecí con el pie hinchado como un melón. A una señora que sabe de esas cosas le llevó tres días curarme con oración. «Vos pisaste un ritual en el cementerio», me dijo y haciendo memoria me acordé que sí.
De cualquier modo, la hechicería en el sepulcro Isasi se redujo de manera significativa hace unos años. Ramón tiene dos conjeturas: o bien la colocación de placas con cruces espantó al brujo, o bien el brujo murió. Pero, en algún momento, la sucesión de hechos vandálicos obligó a la familia a trasladar los restos al cementerio de María Grande.
—¿Entonces el panteón está vacío?
—No —dice Ramón— en la cripta hay cinco féretros que no sé de quiénes son. Tal vez tengan que ver con el segundo matrimonio de mi bisabuelo, pero no estoy seguro.
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En medio del cementerio un tacurú de piedra cal, un inmenso peñasco negro ¿Por qué un hombre se empeñaría en obra semejante? Tal vez una charla con don Ramón Isasi podría aclararlo. Tal vez en sus palabras y en sus gestos se pueden adivinar aspectos de su personalidad que echen luz sobre el emplazamiento.
La placa en el panteón da una pista que permite emprender la búsqueda del hombre: Isasi falleció en 1937.
El Museo Histórico Provincial Martiniano Leguizamón tiene en su hemeroteca un libro con ejemplares del periódico La Voz de Entre Ríos desde el 1 de enero 1937. El insumo indispensable es la paciencia: los meses avanzan en las páginas y las tardes en el museo.
28 de abril: «Ha tenido súbita repercusión la noticia del fallecimiento de don Ramón Isasi, ocurrido en las últimas horas de la mañana de hoy, en el Sanatorio Adventista de Puiggari». Por ser un vespertino, la noticia se dio ese mismo día. El 29 será el velorio y el 30 de abril debería encontrarse, en las Crónicas Sociales, un comentario sobre el sepelio. Sin embargo, llama la atención es que la página 8, correspondiente a esa Sección, está arrancada.
El Archivo General de la Provincia no dispone de ese ejemplar, pero sí tiene El Diario de aquellas fechas. Como se trata de un matutino, el obituario figura el día 29.
Allí sorprende una foto: Ramón Isasi observa con mirada penetrante, lentes redondos de marco fino sobre los que se elevan unas cejas tupidas. Mentón ancho, labios delgados, cabello cano. Un corbatón Lavallière blanco adorna el cuello.
También hallamos en El Diario la crónica intitulada Las exequias de don Ramón Isasi.
Alguien podría argumentar que lo dicho en el momento de su muerte no es buen sitio para hallar la verdad de un hombre, dado que es la ocasión para que sus afectos hablen y las buenas costumbres prescriben, a sus enemigos, el silencio.
Salta primero a la vista la oración proferida por el ya entonces célebre Guillermo Saraví, íntimo amigo del escribano. «Por el Paraná de ayer que en ti se salvaba, por el Paraná de hoy que esclarecías, por la ciudad de mañana que ya contrae una deuda larga de gratitud para con tu memoria limpia», escribía.
Otro poeta entrerriano, Eugenio Rebaque Thuillier, dedicó sentidos versos en la prensa:
Para el alma ausente de Ramón Isasi
Ramón, has vuelto al polvo;
Forge en la eternidad tu astral;
Pero tupida sombra de congoja
Hiela el que fue tu hogar.
Por su parte, el director del Colegio Adventista, J. M. Hoovel, escribió un discurso que fue leído por un alumno: «Nuestras palabras ya no podrán alcanzarle, las flores que ponemos sobre su ataúd, no las ve, las manos, tan acostumbradas a hacer tantas cosas por todos, están enlazadas sobre su pecho, y el corazón, que latía solamente para el bien de todos los que estaban en su derredor, está quieto», se despedía el director.
La crónica también menciona la visita desde Buenos Aires, solo para la ocasión, del destacado pastor Héctor Peverini.
Para que las palabras de Hoovel y la visita de Peverini cobren sentido es necesario un dato: Isasi fue un generoso benefactor de la causa adventista. Se vinculó con el colegio en 1923 y un par de años después fue bautizado en el río Paraná. El libro de Edgardo Luorno, Un siglo iluminado, en el que se recopila los primeros cien años de la misión adventista en la capital entrerriana menciona a Isasi como un «pionero de la Educación Cristiana en Paraná».
Dos grupos, entonces, despiden al escribano: poetas y adventistas vestidos de negro luto, entremezclados en el sepelio bajo el sol de la siesta de aquel 29 de abril de 1937.
A la mente del lector perspicaz ya ha venido aquel viejo refrán: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Tal vez a partir de la procedencia de sus amistades, se puede inferir aspectos de la persona de Isasi que hallan síntesis en su morada eterna.
En primer lugar, está claro en la presencia y en las palabras de los adventistas que el escribano era un hombre de profundos sentimientos religiosos que inspiraron su vida y obra. No es de extrañar entonces la explicación de la placa: un sepulcro que imita las tumbas de los antiguos cristianos. Por otro lado, su amistad con los poetas habla de un espíritu sensible al arte, del que no sorprende el atrevimiento de erigir una obra de vanguardia que rompa los esquemas de su época.
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Esta es sólo una interpretación, una teorización lúdica. Después de todo, los motivos que inspiran el tenebroso tacurú de Isasi son un misterio. Y es ese misterio, que habita en el interior de la obra, el que atrae: una energía que lo hace una parada obligada en las visitas, que seduce a los cultores de la magia y que llevó a Angelita a poner el ojo en la rendija.
En fin, develar los misterios de las tumbas no es tarea de un cronista, eso es para los profanadores. Sin embargo, espiar entre los huequitos de ventilación permite asomarse a una de las pequeñas historias de la vieja ciudad, que son testimonio de una época y un modo de vida. No en vano se ha dicho que el cementerio de la Santísima Trinidad es un «museo a cielo abierto».
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