4 de octubre de 2024

Un lobodón en lo profundo del delta entrerriano

TEXTO ALEJO MAYOR

 

 

«Quise encontrar la verdad de mi época. Ésa fue mi gran aspiración. En ese camino mi vida fue primero pensamiento, luego acción y, más tarde, volvió al pensamiento en una esfera más alta, conservando la acción»

Por esos caprichos del calendario los 101 años que duró la vida de Liborio Justo (también conocido por algunos de sus pseudónimos como Quebracho, Lobodón Garra o Sebastián Bernal) coincidieron casi plenamente con el siglo XX, del que fue testigo y participe privilegiado. Nacido el 6 de febrero de 1902 fue contemporáneo consciente de acontecimientos como la Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa, el crack del ’29, la Segunda Guerra Mundial, la Revolución china, la boliviana, la cubana, la caída del muro… Por supuesto, también de los vaivenes del devenir histórico político nacional: desde los primeros gobiernos radicales luego de la ley Sáenz Peña hasta el argentinazo del 2001. Se podría decir que le sacó jugo al siglo XX don Liborio: estiró el «siglo corto» que el historiador británico Hobsbawm periodizó entre 1917 y 1989 (en sintonía con la experiencia socialista) y vivió un «siglo largo».

Proveniente de la cúspide de las clases dominantes argentinas, pueblan las ramificaciones de su árbol genealógico celebrities de la historia política local: hijo de un Presidente, bisnieto de un fundador de la Sociedad Rural Argentina, nieto de un ex gobernador de Corrientes educado ni más ni menos que por Camila O’Gorman que guerreó contra las tropas entrerrianas al mando de López Jordán en 1871… Contaba el mismo Liborio que su tatarabuelo había sido un corsario inglés que llegó a estas tierras embarcado como tripulante de Guillermo Brown, además de navegar junto a Charles Darwin e Hipólito Bouchard, en la icónica fragata La Argentina. Creer o reventar.

 

 

Rebelde en lo personal y lo político, dandy, aventurero, revolucionario, eterno polemista, vivió tantas vidas como pudo y quiso, con las ventajas que su origen de clase le prodigó (las cuales supo exprimir al máximo, huelga decir). Portador de una facha hollywooydesca, fue bien conocido por ser un organizador y teórico revolucionario marxista, fundador de la corriente trotskista en Argentina y Latinoamérica toda.  Junto con personajes de la talla de Jorge Abelardo Ramos y Mateo Fossa (el obrero que se entrevistó con León Trotsky en México) fundó el Grupo Obrero Revolucionario, organización pionera del trotskismo criollo y luego pululó por varios desprendimientos cada vez más reducidos de militantes (hizo culto de «la fractura de la fractura» tan cara a la tradición trotskista local). Participó de las discusiones de la IV Internacional y, fiel a llevar su lengua (y pluma) filosa hasta la última de las consecuencias, llegó a polemizar con el mismísimo Trotsky, a quién acusaría de ponerse al servicio del imperialismo yankee en México por apoyar algunas políticas nacionalistas del gobierno de Cárdenas.

Como muchas personalidades que huyen de su clase (burguesa, acomodada, apoltronada en las élites de la sociedad) para abrazar la causa revolucionaria de los oprimidos, el «pasaje» se produjo mediante un viaje personal donde la búsqueda del individuo es «encontrarse». En el caso de Liborio el principio comenzó por el fin (del mundo): la Patagonia Austral.

Fue de aquella experiencia iniciática de donde surgieron la serie de relatos que, bajo el seudónimo de Lobodón Garra, publicó en 1932 con el título de Tierra Maldita (de acuerdo al calificativo poco amigable con el que Charles Darwin se había referido a la Patagonia en 1834). En aquellos «relatos bravíos de la Patagonia salvaje y de los mares australes» (tal y como rezaba el subtítulo del libro) convivían loberos, raqueadores (saqueadores de naufragios), cuatreros de las estepas patagónicas, cazadores en busca de seres prehistóricos, con majestuosos vuelos de los albatros sobre los gélidos y torrentosos mares del sur.

El libro resultó ser un éxito siendo editado «hasta por los nazis de Huemul», en las palabras del autor. En estos textos, donde se puede encontrar la referencia clara de Jack London, se entremezclaron ficción y realidad de un modo particularmente curioso. En 1934, al trasladarse de sur a norte, más precisamente a New York, un periodista del North American Newspaper Alliance con el que había trabado relación con el objetivo de difundir el libro en el gran país del norte, no tuvo mejor idea que publicar en dicho periódico dos versiones de los relatos «El palo vivo» y «El misterio del Kovenhavn» como si fueran reales, despojándolos de su carácter ficcional. Como consecuencia de este hecho, salió publicado en el New York Times, en primera plana, una «noticia» que concitó un affaire diplomático con el gobierno de Dinamarca, ya que en el último de esos relatos se narraba un encuentro (absolutamente ficcional) del autor con el capitán de un barco danés, cuyo naufragio, sin dejar rastros, había causado una gran repercusión en una taberna de las islas Malvinas.

De aquellos viajes por Estados Unidos de los primeros años de la década del ’30 quedaron unas memorables fotografías de las escenas de miseria y desocupación en las calles de una Nueva York azotada por la Gran Depresión en 1934, que fueron expuestas en aquella ciudad en la Howard Greenberg Gallery en 1998.

 

 

A su vuelta de las tierras del norte protagonizó un pintoresco episodio en el Congreso Nacional en ocasión del arribo de Franklin D. Roosevelt, primer mandatario estadounidense en visitar diplomáticamente estas tierras, a quien interrumpió durante su discurso al sonoro grito de «¡Abajo el imperialismo!», luego de varios días tomando claras de huevo para preparar la garganta. Logró introducirse al recinto merced a un favor de la primera dama, a la sazón su mamá.

 

Justo en el país del sauce

«Todo el esplendor casi tropical de la naturaleza, que el Paraná y el Uruguay han arrastrado río abajo, con sus aguas desde el Norte lejano, se mostraba allí con su salvaje lujuria. Pero impregnado de un hálito de tristeza, la tristeza profunda y tenebrosa que caracteriza el paisaje primitivo y solitario de las islas»

Su primera visita a las Islas del Ibicuy fue en enero de 1931, recién venido de Norteamérica. Llegó a Paranacito en una lancha que había tomado en Campana. A partir de allí realizó visitas esporádicas, atraído por el misterio de ese laberinto de arroyos e islas, hasta agosto del ’43. Buscando «lejanía» se instaló primeramente en el arroyo Martínez, cerca del río Uruguay. Un año después buscó adentrarse en lo más profundo y primitivo del monte blanco y se mudó al arroyo Brazo Chico, un «gigantesco pedazo de tierra virgen enclavado en el corazón de las islas», enclaustrado entre el Brazo Largo y el Uruguay.

Fruto de aquellos años de solitaria vivencia isleña, como una suerte de exilio en lo salvaje, escribió una serie de relatos que fueron publicados en 1955 con el título de Río Abajo (subtitulado El drama de los montes y esteros de las islas del Ibicuy). En 1960, se realizó una adaptación al cine ni más ni menos que por Juan José Manauta y la dirección a cargo de Enrique Dawi. A Liborio le pareció «una película mala».

Aquellos relatos reconstruyen la soledad de las islas, del hombre arrojado a sí mismo, a un devenir existencial donde la vida se juega en la supervivencia diaria siempre enfrentada a un contexto hostil, primitivo, salvaje. La lucha permanente y la supervivencia del más apto, el que mejor se adapta reclamando el lugar en la naturaleza que pertenece orgánicamente al ser humano (nuevamente esos tópicos de cierto «darwinismo social» también presentes en los relatos de Jack London). Donde el anhelo vital por la libertad choca con la brutal lucha por la supervivencia azuzada por el cruel dominio del hombre sobre el resto de la naturaleza. Esto último crudamente expresado en la fábula «Machito», sobre la trágica relación entre una familia humana y un ciervo: «Lo mató solamente arrastrado por la bestia que casi todos los hombres parecen llevar adentro y que los impulsa, generalmente, quién sabe por qué ciegos instintos y contradiciendo sus mejores cualidades, a destruir, en algunas de sus más bellas manifestaciones, a la naturaleza».

 

 

Cazadores de nutrias abriéndose paso a canoa dificultosamente entre el camalotal que invade el cauce del arroyo, con la sola compañía de alguna que otra tortuga que rompe el silencio con una súbita sumergida o el vuelo rasante de un martín pescador en busca de hacer del descuido ajeno la recompensa propia. La elegante presencia de las garzas blancas, los carpinchos modorreando en las costas de los arroyos, los ciervos irrumpiendo súbitamente entre los matorrales, se aparecen en la notable descripción de la flora y fauna nativa, con un naturalismo que remite a Horacio Quiroga. Recuerdos de los «tigres» (yaguaretés, serían) internados en el monte blanco y la maciega, otrora monarcas de aquellos inhóspitos territorios, ya virtualmente desaparecidos hacia la última década del siglo XIX en la zona, principalmente por obra de los cazadores. La enumeración que realiza de las aves que se pueden encontrar por estos lares, por caso, es cuasi enciclopédica.

También están presentes las peripecias de los pueblos originarios que habitaron las islas (con la invocación autorizada de Antonio Serrano sobre los pobladores originarios de Entre Ríos), ubicando sus ranchadas en los albardones, esos montículos de tierra que tímidamente pretenden resistir el peligro latente de las inundaciones.

La descripción de la fauna humana isleña no es menos exhaustiva. El relato de los primeros gringos (italianos, alemanes, franceses) que llegaron a fines del siglo XIX se entrelaza con los primeros estragos producidos por la extensión de las relaciones capitalistas en las islas, fundamentalmente a partir del loteo y los negociados en torno a los títulos de propiedad (problemática que aborda en los relatos «Hijos de la tierra» y «Gringos»). Justo sindica a la zona como una de las más cosmopolitas y enumera un gran número de nacionalidades: «franceses, españoles, daneses, húngaros, portugueses, italianos, suizos, alemanes, suecos, rusos, polacos, ingleses, judíos, yugoeslavos, búlgaros, rumanos, letones, ucranianos, holandeses, austriacos, croatas, griegos, sirios, noruegos, luxemburgueses, árabes, turcos, armenios, sudamericanos, australianos, japoneses y hasta algún filipino». Muchos veteranos de la Gran Guerra (1914-1918) se contaban entre ellos.  La acción de este mosaico de etnicidades, náufragos del mundo, en un territorio exuberante y salvaje, al paso de la mencionada penetración del capitalismo fue transformando los montes y esteros del Ibicuy paulatinamente en un emporio de plantaciones forestales para la industria maderera, fenómeno del que por supuesto también da cuenta.

Las Islas del Paraná y del Ibicuy también aparecen como refugio y escondite de prófugos y facinerosos de la zona litoraleña. Forajidos y perseguidos por la justicia de la provincia de Buenos Aires, Entre Ríos e incluso refugiados políticos de las revoluciones de la banda oriental se internaban en la espesura de los arroyos interiores de la zona isleña en busca del amparo de las sombras. Casi como aquellas brujas de Manauta (otra vez) que, volando en escobas de sauce, en aquelarre se juntaban a matear y conjurar en las misteriosas islas.  De todas estas, Las Lechiguanas merece una especial consideración como un lugar cuasi mitológico de conspiraciones, refugio de bandoleros, contrabandistas y forajidos varios. Una década y media más tarde, en un ranchito de un solitario anarquista en la isla Magnasco (parte del archipiélago de Las Lechiguanas), se realizó el V Congreso del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en el que se oficializó la creación del Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP). La línea roja de la historia se traza también en los más insospechados rincones.

 

 

Finalmente, la lucha contra la naturaleza también en la potencia desenvuelta de dos de sus elementos: el agua y el fuego. El acecho permanente del riesgo de la inundación no es de extrañar en un ecosistema como el de los humedales donde hay más agua que tierra. La insignificancia del ser humano ante las fuerzas naturales se manifestaba en el temor omnipresente de la furia destructora de la sudestada. Y es temor y respeto ya que «el Uruguay es bravo cuando se enoja, amigo. El Uruguay ej (sic) un loco. Hay que tenerle miedo al Uruguay».

En el relato «Quemazones», por su parte, aborda una problemática de ardiente actualidad: las quemas en las islas, que ya constituían un problema en la zona en el delta a mediados del siglo pasado. «Las grandes quemazones en las Islas del Ibicuy, son una perpetua y terrible amenaza que se cierne sobre casi todos los pobladores, con mayor frecuencia en invierno cuando los pajonales se secan». Fuegos intencionales de los cazadores que arrasan islas en quemas que duran semanas e incluso meses, fuegos que los propios isleños inician para limpiar el pajonal y hacer plantaciones que se salen de control por los caprichos del viento que los distribuyen a los campos vecinos, fuegos para generar tierras de pastoreo y hasta para prevenir futuros incendios imprevistos que arrasen el monte propio. Aparece aquí también la invocación erudita a Luis María Torres quien en su obra de principios del siglo XX «Los primitivos habitantes del Delta del Paraná» había dado cuenta con tristeza de estas «horribles» quemas y su carácter destructivo para la vida de las especies y el ecosistema todo.

Con notable sentido poético Garra expresó la tragedia de un paisaje que experimenta el movimiento de columnas de humo de delgados hilos en el horizonte a imponentes columnas que ennegrecen el cielo dejando luego un tendal de cenizas viciando aire y tornándolo irrespirable. Columnas de humo como las que, cual tentáculos de Chtullu, se desprendían de las Torres Gemelas en llamas tras el atentado del 11 de septiembre de 2001, en una imagen cuya fotografía Liborio Justo hizo encuadrar y pudieron observar colgada de la pared quienes lo visitaron en sus últimos días por su modesto departamento de la calle Moldes, en el porteño barrio de Belgrano.

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