TEXTO Y FOTOGRAFÍAS PABLO RUSSO
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Imaginen un pueblo al borde del río Uruguay en el que el monumento más importante es el de una lata de conservas. Piensen que ese lugar tiene construcciones de hace más de cien años basadas en planos que los ingleses aplicaban en sus cuarteles de la India; y que entre el poblado y el curso de agua se sitúa una gran estructura casi vacía: el viejo frigorífico que fue razón de ser de Liebig, sitio vecino de San José y cercano de la cabecera del departamento de Colón.
Una pareja pela unas mandarinas mientras pasea por el viejo muelle en el que desembarcaban los obreros de hace cien años. Allí mismo, unos amigos preparan un asado costero en la tranquilidad del domingo, con la República Oriental del Uruguay como telón de fondo. La mayor actividad del día parece ocuparla el clásico futbolístico del club local con sus colindantes de El Brillante, caserío que tomó esa denominación por sus construcciones de chapa que resplandecen al sol. La peña de la parcialidad de Liebig se reúne en una vivienda y cuelga sus banderas rojas y blancas en la entrada, al lado de la Hostería Casa Vieja.
La historia oficial del pueblo se remonta al último cuarto del siglo XIX, cuando Apolinario Benítez puso un pequeño saladero que generó un vecindario precario a su alrededor. Después llegaron los ingleses, a principios de siglo XX −con el descubrimiento de un alemán que transformó el mercado de las carnes− y fundaron la Liebig´s Extract of Meat Company Limited. La Fábrica Colón, como se la conoció, supo adaptarse a los tiempos hasta poco después de los años sesenta. El saladero incorporó frigorífico, tuvo generador de energía, planta potabilizadora de agua, depósitos, calderas, plantas de producción y una zona de elaboración de envases de hojalata. En su mayor desarrollo incluía más de 40 mil hectáreas en Entre Ríos, Corrientes y Misiones; ocupaba unos 3.500 obreros en turnos diurnos y nocturnos; y faenaba unos 1.500 animales diarios. La Segunda Guerra Mundial fue su mejor momento por la demanda europea, y en los años setenta se hicieron palpables sus problemas de sostenimiento comercial.
Obviamente, semejante desarrollo necesitaba a sus trabajadores cerca. Los ingleses construyeron tres zonas diferenciadas: las casas para las familias; una cuadra denominada «la soltería», para los que no estuvieran en pareja; y los chalets del personal jerárquico en la calle Eric Evans, surcada por dos hileras de altos árboles. También levantaron una biblioteca como lugar de reuniones y el club de principios del siglo pasado que supo alojar al cine con butacas y pisos de madera noruega, que se incendiaron cuando les cayó un rayo. De la arquitectura, llaman la atención las entradas abovedadas de las viviendas obreras y las perfectas alcantarillas de piedras. En el zaguán de su casa, Alicia Farías de Garay se detiene a conversar con 170 Escalones y suspende sus compras, por un rato, para compartir sus memorias. Cada pórtico conduce a dos viviendas; la de Alicia, además, transporta en el tiempo a través de los objetos que expone en una mesa, a modo de museo casero.
«Acá no había nada, ni siquiera el puente sobre el arroyo Perucho que nos une con Colón: en el medio de la nada, los ingleses levantaron su propia usina», introduce la mujer de quién fuera el cantor del pueblo. Alicia nació en 1937 en el campo, por la zona de San Salvador. Se casó y a los 20 años llegó a Liebig. Como su marido trabajaba en la fábrica, le dieron la vivienda. «Las casas eran de la empresa, se pagaba un pequeño alquiler por año, mínimo, para que veamos que no eran nuestras», aclara. Poco antes del cierre definitivo, los ingleses vendieron esas propiedades y entregaron los títulos a los habitantes. En 1975 comenzaron a ofrecerlas, económicas y en cuotas. «Todos pudimos comprarlas; nos quedamos sin trabajo pero con nuestras casas», indica la mujer a modo de paradoja.
Alicia levanta de entre las cosas expuestas un pedazo de carbón: «esto es lo que traían los barcos desde las minas de Gales, carbón de piedra. Eran tan grades que no podían venir vacíos para llevarse los productos Liebig, así que traían esto para alimentar las calderas de la usina de la fábrica, que en los primeros tiempos le daba electricidad al pueblo de noche. Cuando se pasó a la época del motor, lo que traían los barcos como lastre eran las piedras moras con las que se hicieron las canaletas del pueblo», explica. El que suele contar esta historia es su hijo José, pero como no está, Alicia toma la posta para recordar que esas alcantarillas están hechas de piedra calzada, que no se ha movido ninguna, y que su construcción estuvo a cargo de un picapedrero italiano con una cuadrilla. «Llevan en el alma los acueductos, es perfecta», aclara.
Las casas de las familias obreras tienen salida a un corralón en el corazón de manzana, un espacio compartido con una callecita lateral para entrar con vehículos: una vecindad de ropas tendidas al sol, parrillas y jardines en flor. Por dentro, las casas tienen paredes gruesas, marcos y tirantes de pinotea, y suelen distribuirse en dos dormitorios a excepción de las esquinas que pueden tener tres.
La mujer, a la que se le va atrasando el mandado previsto, cuenta que trabajó en la parte de latería armando los tarritos de las conservas de corned beef, como los que exhibe para quien guste visitarla. Luego estuvo nueve años en cortes especiales, que es el faenado de novillos. De la mesa de objetos levanta el cuerpo de un tarro para contar cómo era el proceso. «Para la sección conserva se ocupaban toros y vacas viejas. Liebig es el químico iniciador que inventó el extracto de carne a mediados del siglo XIX en Alemania. Por medio de un condensador, al hervir unos 30 kilogramos de carne sacaba un extracto de 1 kilogramo con proteínas puras, un alimento bárbaro. Como en Europa no había muchos vacunos, consiguió los capitales ingleses y pusieron una fábrica. Hicieron una en Fray Bentos, Uruguay; otra en la costa argentina y una tercera en Paraguay», resume. La mujer apoya el tarro y señala una fotografía en blanco y negro en la que aparece limpiando una bola de lomo: «¿Dónde estoy yo?» desafía como adivinanza. «Era más flaca y con 40 años menos», agrega. Al cuchillo y la chaira los conserva intactos. En la imagen, se ven solo obreras. «Éramos muchísimas. Ese era un salón inmenso y frío, de 11 o 12 grados, cerrado con puertas batientes. Tenía una higiene tremenda: no nos permitían ni pintura de uñas, ni perfume ni anillos», describe Alicia. Las reses llegaban colgando y primero la trabajaban los posteadores. Todos usaban ganchos para no tener que tocar la carne mientras la sostenían y la limpiaban. Eso era envasado al vacío en el salón e iba directamente a las cámaras frigoríficas. «En horas extras, a veces se limpiaba carne para conserva, la más inferior, pero igual había que sacarle la grasa», apunta.
Ella fue empleada hasta el cierre. «Fue terrible», recuerda. «Para colmo había poco trabajo en Entre Ríos para tanto obrero desempleado. Tuvimos que desparramarnos como podíamos. Muchos se fueron a Buenos Aires; yo a un frigorífico de pollo por Concepción del Uruguay donde me tenía que quedar toda la semana. Después pude volver a San José», comenta. «No hubo paro, qué lástima, se hubiera hecho un esfuerzo por mantener eso», se lamenta.
Los primeros obreros del siglo XX eran de la zona, pero creció tanto la fábrica que precisó más gente. Entonces llegaron los italianos, rusos, vascos y polacos. Hoy quedan pocos habitantes en la parte antigua, la población fue envejeciendo o migrando en busca de mejores oportunidades. «En el casco histórico se está opacando la población, hay casas vacías de vecinos que fueron muriendo y los familiares no saben qué hacer. Algunas se han vendido a gente de Buenos Aires. Hay muchas personas solas, casas con un solo habitante; aunque en los alrededores sí hay barrios nuevos con jóvenes y criaturas», cuenta Alicia. Igual pasa en la parte de los chalets de estilo inglés que era para el personal jerárquico, que está medio vacío. En la cuadra de la soltería, en cambio, las instalaciones están ocupadas por pescadores y changarines.
La fábrica se mantuvo entre idas y vueltas hasta 1980. Vizental, que la había comprado en la década del setenta, pasó de 2500 a 100 trabajadores. Ocupó las partes de la cámara frigorífico y la zona de latería un tiempo, y luego se fue desmantelando. «Hicieron un desastre con lo que había adentro, vendieron todo: los muebles traídos de Europa, los tableros de la usina que eran de bronce. Hoy funcionan dos aserraderos, pero es grande, sobra lugar. Es un gigante dormido, podría abrir las puertas al turismo y contar la historia desde adentro», dice Farías sin perder las esperanzas de que ese rincón de Entre Ríos despierte al futuro.
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