11 de noviembre de 2024

Escenas de Valparaíso

TEXTO  FRANCO GIORDA

ILUSTRACIÓN MANUEL SIRI

FOTOGRAFÍAS  FRANCO GIORDA / MANUEL SIRI

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En Valparaíso uno se entera que el gentilicio «porteño» no solo alude a los capitalinos argentinos, sino también a los habitantes de esa otra ciudad que nace del Pacífico. Entonces, resulta que hay una vida porteña del otro lado del continente que se extiende a lo largo de una llanura angosta y sobre las laderas de varios cerros. Esa silueta urbana tiene el diseño de la espontaneidad e, incluso, del capricho. Por un lado, las riquezas del puerto hicieron del llano una urbe con criterios europeos; esa zona se conoce como El Plan. Por otro, los trabajadores levantaron sus casas de chapa y madera en la parte empinada del territorio. Esa otra parte se conoce como Cerros. La imagen de ese aglomerado multicolor de viviendas populares es similar al espectáculo visual de Caminito, en el barrio de La Boca. Es algo así como un reflejo entre dos espejos porteños. Sin embargo, la naturaleza de la ciudad oceánica no es estrictamente pintoresca, sino que allí viven cientos de miles de personas. Lo que parece un espectáculo prediseñado para el turismo es en realidad la forma en que los asalariados han podido resolver sus habitaciones.

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En los Cerros no dejan de convivir la precariedad con algunos palacetes de diferentes estilos. La división de clases ha tomado una forma peculiar en ese sector. La disposición de las construcciones convirtieron al terreno en un laberinto que ofrece, cada tanto, la posibilidad de ver el manto de la ciudad y, luego, el mar y sus barcos. También la muerte se hace presente con su entidad marmórea en medio de esa urbe en alturas. Cuatro son los cementerios históricos (y, a la vez, activos) que se intercalan entre las residencias de los vivos.

En ese marco, de por sí llamativo, lo más pregnante para la percepción humana es el arte estridente que cubre las calles. La amplitud de la vista no alcanza para abarcar los murales que se suceden indefinidamente por las paredes y recovecos de ese pedazo intrincado de la ciudad. Las pinturas callejeras no dejan rincón sin cubrir y los colores fuertes de los graffitis conmueven la sensibilidad del cualquier caminante.

Esta urbanidad sudamericana fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 2003. Sin embargo, la preservación es relativa dada la ausencia de una política sistemática para el cuidado de los edificios. Las ruinas no son pocas y los inmuebles en pie lo están antes por la calidad constructiva o la voluntad particular de sus habitantes que por una decisión oficial. A su vez, las calles tienen el tinte de la suciedad. No obstante, nada alcanza para empañar la grandeza de antaño y la peculiaridad del lugar.

En la arquitectura se nota la presencia de las colectividades de inmigrantes del viejo mundo. Instituciones, monumentos y escuelas llevan el nombre y la impronta de las naciones europeas.

En el Plan, las plazas Victoria y Sotomayor son referencias ineludibles. Con características diferentes, ambas son espacios públicos de mucha concurrencia. La primera tiene al esparcimiento como su nota principal y en la segunda dominan los actos institucionales y los encuentros culturales al pie del cuerpo escultórico que destaca la figura del marino Arturo Pratt.

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Movilidad

Parte de la originalidad de «Valpo» pasa por sus clásicos medios de transporte. Para subir o bajar los cerros se pueden utilizar ascensores (funiculares) montados sobre vías. En su esplendor funcionaron más de treinta. En la actualidad, andan menos de diez. Han sido explotados tanto por el Estado como por privados. Subirse a uno es una experiencia sencilla pero nada insignificante. Hay un encanto particular en abordar un viejo vagón de movimiento rectilíneo en un plano inclinado que traslada gente desde hace más de un siglo. Entre los más conocidos están el Concepción, el Reina Victoria y el Peral.

El otro gran atractivo sobre ruedas son los trolebus. Estos vehículos se desplazan a velocidad cansina entre las calles del Plan. La electricidad que los impulsa viaja por gruesos cables que rayan el cielo citadino. Esta red es una de las más antiguas de Sudamérica y la única que funciona en Chile. El paseo en estos vehículos también tiene la atracción propia del pasado.

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El Mercado y el bulevar

Dentro de Valparaíso, en dirección a Viña del Mar, hay un típico mercado de frutas, verduras, carnes y especias. Los colores explotan en los cajones mientras los vendedores se esfuerzan por convencer a todos de la calidad superlativa de su mercadería. El mundo de patrones, changarines, clientes, ofertas e intercambios alcanza su esplendor bajo esta forma tradicional. La venta de los frutos de la tierra no solo tiene lugar dentro del edificio sino en varias cuadras a la redonda, donde se aglutinan carros y camiones.

Esta feria queda sobre la Avenida Brasil, un bulevar paralelo al mar con un paseo central, palmeras, estatuas y monumentos. Las construcciones simbólicas tienen la pretensión de atender a buena parte del arco social e ideológico: hay conquistadores, próceres, militares, marinos, bomberos, inmigrantes, desaparecidos por el Estado, masones, entre otros actores de la comunidad. En torno a esa arteria también se ubican varias universidades.

En cercanías a ese mismo lugar, hay una fábrica de cerveza que cada tanto lanza a la atmósfera grandes bocanadas de humo blanco sobre el que vuelan las gaviotas. Luego de cada emanación el ambiente adquiere el aroma de la cebada.

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Periódicos

El Mercurio y La Estrella son los dos diarios de Valpo. El primero es una de las referencias históricas del periodismo en castellano; se edita desde 1827.  Es la publicación ininterrumpida de habla hispana más antigua del mundo. Entre otros, allí publicaron Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi.

El edificio donde funciona fue construido en 1901 y tiene la impronta de la monumentalidad; es comparable al inmueble de La Prensa en la avenida de Mayo de Buenos Aires. En la cúspide, una estatua del dios del comercio remata su arquitectura. Está ubicado en la calle Esmeralda, en medio de otras construcciones del mismo tenor patrimonial, donde tiene lugar la vida institucional de la ciudad.

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En la recepción del diario hay una linotipo y al visitante le regalan la primera edición del periódico. Se trata de un pliego cuyo encabezamiento dice así: «Mercurio del Valparaíso, periódico mercantil y político, número uno, septiembre 12 de 1827». En el cuerpo aparece una proclama política que involucra a Argentina: «[El pueblo de Valparaíso] desde ahora debe felicitar a las provincias Argentinas que han acertado con su sabiduría en la elección del sistema federal, único capaz de terminar todas sus antiguas diferencias, de un modo sólido y permanente».

El otro diario es La Estrella. El sensacionalismo y los títulos impactantes cubren la portada. Un detalle que llama la atención es que, dentro de los anuncios clasificados, la oferta sexual tiene un rubro específico. Uno y otro periódico son regenteados por el mismo grupo económico. El Mercurio vale 350 pesos chilenos (unos 11 pesos argentinos) y La Estrella cuesta 200 (6,50). Ambos tienen mucha presencia en los kioscos junto a las revistas de Condorito.

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El Neptuno

Valpo está lleno de bares, restaurantes y cafés. Hay de todo. Muchos tienen mozos que salen a la puerta a «cazar» turistas. Se pueden encontrar buenos y malos. Más caros o más baratos. Todo está dentro de lo esperable en una ciudad que, en gran medida, vive de los visitantes y de los pasajeros de los cruceros. Sin embargo, en la calle Blanco hay un lugar donde la bohemia ha encontrado su rincón y da lugar a otro tipo de relaciones entre locales y foráneos. Es difícil no bajar la guardia y entregarse a los placeres de la comida, la bebida y, fundamentalmente, la charla. Hasta los extranjeros que no entienden castellano se incorporan a las conversaciones sin mayores vueltas. Se trata del bar Neptuno. El lugar está atestado de objetos de mar: sombreros de marineros, cascos de soldados, salvavidas, banderines, escudos, timones, nudos, miniaturas, tesoros, escafandras. También hay un muñequito de Elvis, una foto de Marilyn, un poster de Neruda, un tiro al blanco con la foto de un deudor del dueño.

La moza, Yoselin, bromea todo el tiempo y prepara unos piscos sour como nadie. El lavacopas cuenta entretenidas historias autobiográficas. También está la gata Catalina que duerme durante el día en la vidriera. El dueño va y viene entre la calle y el mostrador. De pasada, siempre tiene algún comentario jocoso. Su esposa se sienta en una de las mesas junto a su hija adolescente que toma helado y mira el celular. Todos charlan con todos.

La carta no tiene la sofisticación de lo gourmet pero es insuperable. La cocinera, una mujer de setenta años, usa pañuelo en la cabeza y guarda grandes secretos en sus recetas. Sin temor, un especialista de la cocina, después de probar unas empanadas fritas de camarón y queso calificó al bocadillo como «tope de gama».

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También hay una selección notable de bebidas. Sentado en la barra, tomando una copa, puede uno conocer al fantasma que habita en el lugar: cuenta una nota aparecida en La Estrella (cuyo recorte plastificado se guarda en el bar) que un marino inglés se suicidó, cuando allí aún funcionaba un hotel, por penas de amor. Según el testimonio de los parroquianos, el espíritu desesperado se comunica con ellos a través de ruidos, roces y movimientos de objetos inexplicables. En el mismo mostrador, bajo la complicidad de quienes ya conocen el chasco, los curiosos pueden ser víctimas del «indio pícaro», un muñeco de madera que sorprende a quién lo levanta. Otra de las atracciones del boliche es un álbum de fotos de barcos encallados. En su mayoría, son naves que han naufragado en la costa de Valparaíso; aunque también hay de otros puertos chilenos. Entre una cosa y otra, la conversación se pone entretenida entre la gente del pueblo y los que están de paso.

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La noche

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La oscuridad llega lenta desde los cerros y las sombras empiezan a adueñarse de la laberíntica urbe. Las luces artificiales cubren la ondulación del terreno cual estrellas apiñadas de una galaxia lejana; en la bahía marítima flotan grandes embarcaciones de carga como ciudades en miniatura; en el aire, las gaviotas intensifican sus graznidos como quejas de almas en pena. En las calles negras deambulan caminantes que flotan en sus propios vapores y piden una moneda al visitante que sale de excursión nocturna.

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Comentarios (1)
  1. pablo z dice:

    lo magico del texto – el pulso de caminar entre palabras- y el contrar sobre el camino ….

    abrazo al capitan giorda y compañia

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